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Todas mis muertas

Mis únicas heroínas en este lio.

Querida Virginia:

 Si la literatura es una larga conversación entre unas y otras, como dejaste dicho en ese cuarto propio que es tu obra, vuelvo a escribirte. Y me siento entre tus cosas tan a gusto como entre las mías, porque intuyo que en tus escritos dejaste abierta para siempre esa posibilidad. Si no conversamos, si no nos leemos, no hay literatura que aguante.

Como las amigas, las bien queridas, hace años vengo hablando con todas mis muertas, mis únicas heroínas en este lío. Vos también sos una otra, una de mis muertas. Las que escribimos necesitamos conversar con las otras, en este mundo patriarcal, machista y heteronormativo sabemos que nuestra literatura y nuestros encuentros son del futuro.

 Me gusta decir que soy una. Digo que soy una, y que Una es en este momento una forma de identidad y memoria, mía y de las otras, de todas a las que nos hable ese ser Una. Por política y poética me gusta el una, esa singularidad indeterminada. Una que escribe, una que recita poemas, una que es con otras. Una que es y también que está.

 ¿Y cómo se conversa con una escritora? Leyéndola.

Porque esto es una guerra. Lo es. No hay dudas. Y se hace leyendo a otras y leyéndolas mal.

Mal quiere decir de una manera totalmente desconocida, inaceptable: uniéndolas en una continuidad, no fragmentadas en el tiempo, con una obra dispersa en la década del 20, otra en los 60. Leerlas como las marcas decisivas de una-otra literatura, una que seguimos escribiendo.

En lugar de leerlas clasificadas en los géneros en las cuales las encuadraron, hay que leerlas afuera de todos los géneros; leer en las cartas, sus ensayos; leer en los poemas, la prosa desafiante; leer en la prosa, la poética que crearon. 

Leer los diarios, las cartas, los papeles dispersos. Leerlas ahí.

Me gustaria encontrar el cuadernito que me llevé a Uruguay el verano que conversé con vos. Ahí anote las cosas que quería decirte. Pero nuestro oficio es desordenado a veces, y una vive conversando en un poema larguísimo, con la muerte y la vida tan cerca, que a veces la ligereza y la alegría son una obra en la vida, y se escribe mucho y se vive mucho. Entonces las cartas que nos damos saben de la belleza de todo lo que no se organiza.

Cierro esta carta con una pregunta, la de Alejandra Pizarnik a Silvina Ocampo: 

Ahora me siento mejor, Sylvette (no habrá ninguna igual) y te bendigo desde el fondo de los fondos de mi casa y de mi raza (de la que me siento desunida, sin embargo los oigo allá lejos cantarme sus ensalmos). Dije ensalmos y el barco se detuvo. Silvina, chérie, escribí mucho: si no lo hacés vos ¿quién lo hará, entonces? 

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Tinta y corazón

Ayer me tatúe un corazón negro.
Al curarse, el tatuaje sangra

al mismo tiempo
restos de tinta y de sangre.

Un tatuaje, un corazón, es una herida.

No sé el mundo,
aunque sé por nacida y por vivida
-más que nada por leída-
que a mí la tinta y la poesía me curan las heridas.

Mientras dolía, porque siempre duele, miraba la biblioteca.
Aguantaba el pinchazo que me llenaba la piel de tinta,

leyendo los títulos de los libros de la tatuadora

Me di cuenta, supe, sé
No sé el mundo -aunque también sí sé-
yo me curo con los libros
me lleno de tinta la sangre
que se mezclen
que se junten

cumplo
34 años
tinta y corazón
no pido más.

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Diario de escritora

Como mujer soy IMPENSABLE, como poeta – sólo soy natural. – ¡Y ésta es -(¡demasiado tiempo abjuré!) – de una vez y para siempre – mi única medida!

Marina Tsvietáieva, 28 de julio de 1919.

Querida Virginia:

Para masturbarse ¿hace falta tener un cuarto propio? En mi casa, de chica, era imposible, compartía la pieza con mis dos hermanitos. Pero a falta de cuarto tenía baño, un baño común para 5 personas. En ese baño me hice escritora.

Cuando el mundo se volvía triste y yo veía la terrible verdad que a los 12 años un pariente desagradable me había gritado- ¿vos vas a cambiar el mundo? me hacés reír-me encerraba en el baño y llorando contra la puerta escribía versos rabiosos y rebeldes, versos de una tristeza propia y común.

En ese bañito de la calle Espinoza, una mañana de noviembre, antes de ir al acto que marcaba el fin de 7mo grado, me puse espuma para afeitar en las piernas y me pasé la gillette. Y me despedí de mis piernas de caballo, de las medias blancas que usaba hasta la rodilla para taparme los pelos que crecían negros y fuertes. Con dos heridas que me sangraban, una en el tobillo y la otra en los pliegues de la rodilla, salí del baño y me puse el guardapolvo por última vez. Me dieron un diploma y una medalla; un discurso sobre el futuro que me hizo llorar.

En el baño todo: preguntas que no me animaba a hacer, lugar para pensar lo que dolía y lo que amaba, lo que tenía y lo que perdía. Para llorar las muertes que incomodaban, para planear las fugas necesarias que me iban a salvar.

Pero a los 13, a los 14 o a los 15 años yo no me masturbaba, ni en el baño ni en ningún lugar de la casa.

Una tarde vino Tamara, ella tenía 11 años y yo 12. En la escuela se decía que su mamá le teñía el pelo para que sea rubia, de un rubio casi blanco ¿será cierto? Mi mamá la cuidaba por las tardes, por ende nuestra amistad era de compromiso. Un día trajo una revista de su papá. Nos escondimos detrás del sillón, un sillón de pana de los de antes. La revista estaba en italiano y tenía fotos de mujeres desnudas y algo que nunca había visto. Qué raro que fue. Tamara iba a italiano, así que me tradujo lo que decía. Memorizamos algunas frases y agarramos las páginas amarillas, elegimos el rubro mueblerías y empezamos a llamar por teléfono. Nos atendían y nosotras decíamos las frases, todo rápido y bajito y nos quedábamos esperando las respuestas. Mi mamá en la cocina planchaba, fumaba y escuchaba la radio y no se daba cuenta. En una de esas llamadas, un señor nos dijo de ir a un albergue transitorio. Entonces, al rato, le pregunté a mi mamá qué era. Me acuerdo que me dijo: “un lugar donde va la gente rica”.

La primera vez que me masturbé, vivía en pareja, trabajaba, me depilaba regularmente. Era una chica grande, muy muy grande. Y tampoco tenía cuarto propio, y el baño era compartido.

Pero los orgasmos y los poemas son lo único propio. El verdadero cuarto propio de poeta, su enmancipación, siempre fue la escritura Virginia, se haga dónde se haga, como se pueda. Con lo que se tenga a mano, en un mundo sin derechos ni garantías o con conquistas sociales en la punta de la lanza.

Atentamente, lxs que escriben sin cuarto.

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Escolios

31/5/2019

Una novela, un largo adiós. Todo empieza en los años malos, los años del frio y la vergüenza. Se pregunta si la vergüenza es un efecto de los poderes. Es una novela mala, el adiós es corto.

Escolios

Frio en la llegada de junio.
Leo Spinoza y fumo el triple.
Vivo en el 1600: salgo poco de la casa, recibo visitas y duermo.
El resto de junio pasa.
No soy excomulgada, no recibo cartas ni escribo el gran tratado.

Intuyo que el orden geométrico es la maldición de Spinoza al poema:
quien quiera extraer una piedra preciosa,
hacer de una proposición un amuleto,
no podrá nada. Ni siquiera un cuerpo.

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Autobiografía (re)sentida

  Hace poco escribí en un cartoncito “El cuarto propio siempre fue la escritura, Woolf. Atentamente, las que escriben sin cuarto.” Después lo enganché a la tapa de luz de mi cuarto de escritora.  Ahora tengo un cuarto pero cuando era chica, cuando fui chica, no tuve. “No tuve” podría ser la frase que resume mi infancia. No tuve padre, no tuve cuarto, no tuve amor. Pero algo siempre se tiene: tuve biblioteca en la escuela, tuve una ficha donde Diana, la bibliotecaria, anotaba cada libro que me prestaba. Entonces, tuve todo.

  Leí en una familia bruta, pobre. Padre no era médico, ni maestro, era fantasma. Éramos pobres y tampoco había afecto. Qué desgracia, porque siempre una cosa salva a la otra, en mi caso, todo hundido, insalvable.  Salvo los libros. Los libros eran mi cuarto propio, mi padre, mi amor.

  Entonces un día tuve una frase inventada: leer como si fuese vagabunda. Paso a explicar: leer como si no tuviese casa (y no la tenía), entonces cada libro era entrar a una casa y que sea mía.

  Ahora cada vez que tengo plata la gasto en libros, me compro casas todo el tiempo, las habito con la felicidad de una vagabunda y después vuelvo a la calle, a la esquina, al corazón. Ahora tengo cuarto propio, pero lo propio no es fácil, hay que apropiárselo todo el tiempo y a veces apago la luz de mi cuartito y agradezco no haberlo tenido siempre, agradezco que los libros hayan sido mi cuarto propio, agradezco, me siento re/sentida por todo esto.

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Las gemelas

*Las gemelas* salió publicado en el número 14 de Revista 27, seleccionado por Alta paja y dedicado al Erotismo.

Quería que me lave el pelo, sentir el agua tibia (que delicia cuando la toalla se corre sin querer y un chorro va siguiendo la anatomía de la oreja, mojándola), sentir las yemas de los dedos llevando para atrás el pelo, una y otra vez; quería cerrar los ojos y quedarme quieta en el sillón del lavado, entregarme relajada para que ella pueda hacer su trabajo cómoda, sabiendo que yo estaba bien predispuesta a recibir dócilmente los movimientos precisos que hacia con las manos, para que pudiera recorrer todas mis partes como si fuesen las de ella; digamos, una caricia profesional, suave; digamos que a ninguna de las dos se nos prohibía algún goce, el mío planificado y a la vez dócil ¿pero el de ella?

La peluquería quedaba al fondo de una galería estrecha, cerca del cementerio de La Paz. Después supe que le decían la gemela porque en esa misma galería había otra peluquería igual: el mismo estilo de local, la misma pequeña vidriera desde la cual se veían dos sillones colocados cada uno en frente de un espejo. Pero había una diferencia, la mía tenía en la vidriera un contact violeta que filtraba la vista, no falto a la verdad (en general, si me invitan voy) si digo que fue por eso que la elegí.

Cuando con la toalla empezó a envolverme el pelo y con movimientos que solo una experta conoce, fue abriendo la espesura de mi pelo para llegar a todas partes, a todas las hebras, le pedí que no usáramos secador. Quería irme con el pelo húmedo, dejar que el sol o la lluvia de La Paz me lo sequen o me lo mojen. Quería que todo sea así, casual, sin decidir. Más de una sabrá comprenderme este gustito, el de entregarse a los jardines de lo casual, siempre siguiendo las sendas sinuosas de las sensaciones.

Volví a la mañana siguiente a la peluquería, tenía muchas ganas de cortarme el pelo. Antes de entrar dejé que mis ojos se diviertan adivinando su cuerpo a través del esmerilado violeta. Sentada en una silla se trenzaba el pelo frente al espejo y cada tanto se metía un dedo en la boca para acomodar las hojas de coca. Instintivamente yo también me metí los dedos en la boca y pude sentir el bulto de hojas aprisionado contra la carne suave y húmeda. Cuando me abrió la puerta sentí la ternura y la ansiedad que le provocaba mi regreso, se sentía elegida y halagada porque yo había vuelto a su salón de belleza por más, y yo fui traicionada por este pensamiento y la sangre fluyó por todo mi cuerpo y se detuvo concentrada en mis mejillas incendiadas.

Le pedí que me corte solo las puntas pero a medida que veía en el espejo la precisión de esas tijeras, el ritmo puntual que habíamos alcanzado, le pedí que no se detenga, que siga más y más. “¿Hasta dónde?” me preguntó con esa complicidad que solo nosotras tenemos. “Te quedarás prendida aquí, cuando te cortas el pelo en un lugar dicen que te atas a ahí”, me avisó. Después con una brocha suave me recorrió el cuello. Yo no podía evitar sonreírme por las cosquillas que ella, Diana (así supe su nombre), me provocaba con la brocha cuando la sacudía por mi nuca o cuando con las yemas de la mano recorría a contracorriente mi melena nueva, y que hacía que se me ericen otras zonas (se lo dije para que sepa por si le pasara con otras clientas). Cuando terminamos, le dije que quería ser su aprendiz y le propuse mostrarle que sabía hacer muchos de los servicios que suelen hacerse en los salones de belleza, sobre todo como tratar dulcemente a la clientela.

La llevé por las distintas partes de su peluquería, mostrándole mis dotes naturales. Primero, en el sillón de lavado, le mostré mis ejercicios en el arte de la calidez, alternando chorros calientes con fríos, hasta alcanzar el clímax. Diana tenía un pelo rebelde, espeso, que se metía entre mis dedos como abriéndose para mí. Entonces yo aprovechaba esta excusa para mojarme también. En el gabinete de masajes le saqué la ropa y me encargué de doblarla prolijamente, mostrándole que detalles como estos no se olvidan y hacen a una buena sesión. Me puse su delantal y ella se acostó en la camilla sorprendida por mi osadía. Su piel era firme y la fricción de mis manos, al darle calor, hacían que alcance un tono relajado, maleable y a la vez firme. Arremetía con mis manos, previamente humedecidas, sobre todo su cuerpo y podía sentir el placer que ambas nos regalábamos. Creo no haber olvidado ninguna de las técnicas aprendidas en otros salones de dama. Después nos vestimos (confieso haberme detenido bastante en esta parte) y en el sector de manicuría hice una verdadera exhibición de mi pulso perfecto, me deshice en mil detalles y otras técnicas para un acabado perfecto de manos.

Al final, sin duda porque estaba satisfecha con mi demostración, me dijo que no sabía cuál de las dos era la aprendiz y cuál la maestra. Para no ser desagradecida le recordé que ella me había impresionado primero con las tijeras y que de esa fuente quería beber.

En menos de un mes Diana y yo nos hicimos amigas íntimas. Desde que yo estaba en la peluquería ella podía aprovechar para dormir un poco más, sabiendo que en mis manos todo estaba bien. Trabajaba de 9 a 20, con un delantal que combinaba el violeta con el rosa chicle y un entusiasmo que solo una extranjera puede sentir en el trabajo.

Una mañana de esas, cuando La Paz amanece bajo esa estación caprichosa que solo esta ciudad conoce, una nueva clienta llegó. Después de sacarle sus sacos y tomar su sobrero bombín y colgarlos en un perchero dorado (que ella elogió y que yo le dije que era nuestro fetiche), comencé a desarmarle las trenzas. Me acuerdo ahora lo largas y finas que eran y casi puedo sentir el peso en mis manos. Por el modo en que se sentó, por la tensión de sus hombros cuando puse la toalla que la protegería (un poco) del agua, supe que era de las mías, que le gustaba entregarse para disfrutar y dejar que yo, la peluquera, también disfrute. Clientas así hay pocas, por eso cuando aparecen las cuidamos, nos desvivimos por hacer de su estadía una verdadera experiencia de placer y belleza. Le lavé el pelo muy suavemente, acompañando el agua tibia, marcando surcos en su cabellera por donde darle cause. También dejé que algunos chorritos se escaparan (ya saben cuanto me gusta ¿pero a ella?) y se deslizaran por el lóbulo y gotearan entrando por el cuello hacia adentro de su cuerpo. Noté con aprobación que cuando dejaba que esto suceda, ella se aferraba un poquito más fuerte al sillón de cuero y así pude ver sus uñas y sus manos, tomando nota mental de sugerirle un servicio de manicura. Casi no hablamos. Al pasar le dije que me llamaba Alejandra y que mi compañera y jefa, Diana, no tardaría en llegar para cortarle el pelo. Después de secárselo con una toalla, cuidándome de dejarlo lo suficientemente húmedo como le gustaba a Diana, comencé a cepillarle el pelo. Comenzaba bien arriba y lo recorría todo, acompañando el movimiento con mi cuerpo. Como su cabello era tan largo, tuve que subir la silla donde ella estaba sentada, de tal manera que para placer mío pudiese seguir con mi cuerpo hasta el final del recorrido del cepillo sin necesidad de arrodillarme. Cada tanto la miraba por el espejo y me perdía en sus ojos negros, duplicados. Diana no llegaba, así que le propuse trenzarle el pelo hasta que llegue, con un tipo de trenza nueva, para que probara si le gustaba. Le separé el pelo en tres partes. La piel se me erizó y buscaba el roce intolerable de las hebras húmedas de su pelo. Con el peine trazaba líneas y podía sentir su estremecimiento. El reloj marcaba las tres de la tarde, hora donde solemos cerrar la puerta, así que me detuve para ir a cerrarla y en el camino decidí poner música, una linda canción tradicional, de esas que se bailan en el carnaval de Oruro.

Vi que se empezó a mecer suavemente en la silla y le pregunté si necesitaba algo. Me dijo que se estaba haciendo pis pero que prefería, porque le gustaba mucho como veníamos, aguantarse un poco. Me sentí tan de acuerdo porque yo hubiese hecho lo mismo, para no interrumpir la tarea y para reforzar el placer que estábamos obteniendo de un trabajo tan paciente. Cuando terminamos, las dos estábamos muy satisfechas. Diana me mandó un mensaje diciéndome que estaba demorada y que llegaría a las cinco y que no sea tímida con la tijera, que ella ya me había enseñado y que yo era muy rápida aprendiendo. Yo le dije que era fiel a su presencia y que prefería esperarla para que juntas lo hagamos. Le expliqué a la clienta los pormenores y me preguntó si podía depilarla. Confieso que me sorprendí y como lo inesperado me encanta, también me entusiasmé.

La llevé al gabinete de masajes y depilación. Primero le pedí que me dejara sacarle la ropa para poder doblarla prolijamente. Como una clienta muy obediente se dejó hacer. Empecé por la pollera, apenas sostenida por un ganchito que al desprenderse hizo que caiga graciosamente en sus pies, dejando a la vista una enagua clara, con finos encajes verdes y violetas. En seguida me agaché y mientras bajaba la enagua, con la otra mano me encargué de tantear la pollera que yacía a nuestros pies. El saquito y la blusa, con idénticas labores de costurera fina, merecían el mismo cuidado que las otras prendas. Así, desnuda como estaba, temí que tenga frio y le rogué que me esperara mientras encendía al máximo la calefacción. Le expliqué que la camilla que usábamos era especial, distinta a las otras. Estaba preparada para que las clientas prueben posiciones nuevas: sentada, acostada, de costado, con las piernas bien separadas y los muslos tan abiertos como fuese posible. Para mostrarle todas estas posibilidades y que de antemano las conozca, la fui poniendo en las distintas posiciones.

No hay nada mejor, cuando afuera hace frio, que la sensación de la cera calienta sobre la piel. El suplicio se compensa con el placer y en esa transacción algo ganamos siempre. Por eso y porque mi clienta era muy experimental, le propuse ir tirando de a hilitos la cera, primero sobre sus piernas y después en su pelvis. Mientras los hilitos iban formando líneas caprichosas, me contó que bordaba y que le gustaría probar alguna vez hacer esos diseños tan lindos que tenía en sus polleras sobre la piel, con cera. Yo, que así di mis primeros pasos en este salón, le dije que lo mejor sería que pruebe ahora y que para eso yo me ofrecía de modelo. Yhomara (ese era su nombre) en seguida quiso devolverme las atenciones recibidas y comenzó a desvestirme. Primero me sacó el delantal y me bajó la pollera, para no faltar a la verdad (ya conocen mi puntualidad con ella) no fue tan delicada como hubiese esperado. Tal vez el calor que sentía en sus piernas la llevó a casi arrancarme la ropa y llevarme de la cintura a la camilla y colocarme sentada con las piernas bien abiertas. En sus ojos adiviné la pasión de sus diseños y pronto sentí en carne propia sus manos de costurera fina.

Yhomara sabía hacerlo con esa prepotencia que solo tienen las autodidactas. Mientras me hacía gozar con sus dibujos sobre mi piel, a veces tribales, a veces barrocos (dibujos que yo podía ver gracias al espejo que habíamos colocado en el techo con Diana una tarde de lluvia), me acariciaba las piernas, el abdomen, los muslos. Después tiraba suavemente de los hilitos de cera y la piel me quedaba toda enrojecida. Entonces para aliviarla recurría a los masajes. Se humedecía sus manos con leche de coco y sentía sus dedos entrar suavemente en mi piel, humedecerlos y pasarlos de abajo hacia arriba; los movía lento y después más rápido, mi espalda se arqueaba y ella aprovechaba y entraba por ahí también. Llevábamos el mismo ritmo que la morenada que escuchábamos, un ritmo cadencioso que nos hacía danzar, ella con sus dedos, yo con todo mi cuerpo. Cuando ponía su cara muy cerca de mi panza, las hebras filosas de sus trenzas me rozaban y me estremecían,  entonces yo metía mis dedos en su boca, húmeda y cálida por el jugueteo de las hojas de coca, y se las empujaba y ella con la ternura de una amiguita de escuela, retenía con sus labios mis dedos, masajeándolos con el calor de sus labios.

Escuché la llave de Diana chocando contra la mía, queriendo empujarla para entrar. Le pedí a Yhomara que le abriera y le dije que podía ponerse mi delantal para no enfriarse, sabiendo secretamente lo que eso iba a provocar en Diana. Mientras Yhomara se perdía por el pasillo que llevaba al salón principal, me quedé con la piel bañada en leche, mirándome en el espejo del techo. Lo podía imaginar todo. Alquilaríamos la peluquería de enfrente y le pondríamos un contact violeta y un cartel de luces con el nombre “Las gemelas” y dejaríamos que las clientas se conviertan en aprendices tan pronto como ellas quieran. Aunque en asuntos como estos nunca se sabe quién es la aprendiz y quién la maestra.

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Las clases invisibles

    Conversación con una amiga sobre los tópicos del discurso de quienes tienen dinero: «Yo no soy rica/o», «Soy normal, tengo una profesión». En el fondo, es cierto: hay personas que tienen más dinero. Serían las clases invisibles en este discurso. «Ustedes me miran a mi, que pude comprame un auto importado, que tengo casas de descanso y varias propiedades en alquiler, pero hay quienes tienen más».  Varios parientes, algunos/as conocidos/as dicen así: «yo no tengo tanto» y sin embargo tienen mucho. Remiten a una clase invisible, de la cual sospecho ¿son parte?

Excursus: No poder avanzar en esta idea sin preguntar: ¿clases altas? ¿sirve aún pensar en términos de clase? No se trata de irse por las ramas pero tal vez lo que realmente importa son las ramas, eso que nunca llegamos a plantear porque la conversación sería insoportable, sufrible ¿quién está dispuesto/a? «Parecen filósofas»: son insoportables.

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Traer algo a casa

Escribo con lapicera sobre un papel.
Hago una f  y descubro la letra de mi abuela; caligrafía vibrante que se va quebrando en cada micropunto que va formando la letra.
Mi mano/ la mano de mi abuela. La piel de su cara era tersa, muy pocas arrugas, algunos pliegues inevitables. Pero las manos estaban trajinadas por la lavandina, por los trapos de piso escurridos.

Esta imagen:
sábado a la tarde/ la radio nacional, el tango, suena en el comedor
hay una ventana enorme que da a otras casas, al corazón de la cuadra y hay una pared empapelada con un medano y pastizales/ a lo lejos se ve el mar/
yo juego a que camino por ahí y me refugio bajo la mesita de la tele.

Veo a mi abuela en la cocina que cierra la bolsa de basura, hace un nudo, después un moño, después pasa por al lado mio sin verme y baja lentamente las escaleras de mármol anaranjado, una mano se desliza por la baranda (¡una novedad en esas escaleras!), la otra va meciendo la bolsa.

Mi abuela era pianista.

Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? Con razón se ha dicho: «dónde está vuesto tesoro, allí está vuestro corazón»; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados de nacimiento y recolectores del miel del espíritu, nos preocupamos de corazón propiamente de una sola cosa: de «llevar a casa» algo.

«Prefacio» a La geanealogía de la moral, Nietzsche.
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